Parece innegable que la mente se maneja por determinados “principios”
–pautas o patrones de creencias-, nacidos en el contexto familiar y educacional,
a los que se aferra de una manera frecuentemente automática.
De hecho, un ejercicio muy saludable consiste en hacer conscientes los
“principios” que rigen nuestros comportamientos. ¿Qué creencias se me repiten
detrás de los sentimientos y de las acciones que pongo en marcha? Basta prestar
un poco de atención para constatar hasta qué punto nos dejamos mover por lo que
pueden llamarse con razón “creencias irracionales”, que suelen habitar nuestro
inconsciente.
Tales creencias –en cuanto “programas” instalados en nuestra mente- se
hacen presentes en todos los campos: emocional, interpersonal, político,
religioso… Y se manifiestan también en el modo de afrontar el camino espiritual
y, en concreto, la práctica de la meditación.
Una de las creencias habituales es aquella que tiende a desvalorizar lo que
parece más simple o sencillo, en beneficio de lo que se percibe como más
sofisticado. Si a eso se le añade la atracción de la mente –con frecuencia
compulsiva- hacia experiencias “especiales” o “extraordinarias”, el resultado
es algo parecido a este cóctel: se valoran prácticas más rebuscadas o
simplemente más “difíciles” porque se alienta la expectativa de que serán ellas
las que nos obtengan con más seguridad experiencias más valiosas.
Me parece importante reconocer que tal planteamiento esconde, al menos, dos trampas: por un lado, entender la espiritualidad
como el logro de “experiencias” no es sino narcisismo disfrazado –“materialismo
espiritual”, lo han llamado los sabios- que refuerza y alimenta el ego, con lo
cual se produce justamente lo más opuesto a lo que significa la espiritualidad;
por otro, se está poniendo el acento en el buscar, más que en el “dejarse
encontrar”, con lo cual la propia búsqueda resulta engañosa al hacernos pensar
que aquello que nos plenifica se halla fuera o lejos de nosotros.
En el camino espiritual se requiere una especial lucidez para detectar las
trampas, muchas de ellas en principio inconscientes, que lo acechan. En este
escrito quiero referirme solo a una de ellas, ya mencionada, que tiene que ver
con la práctica meditativa.
En el ámbito de tales prácticas, suelen apreciarse dos fenómenos
recurrentes: la búsqueda de alguna práctica “especial” que proporcione resultados
de un modo rápido y palpable, y la tendencia a alternar prácticas muy variadas,
sin un criterio coherente. Como consecuencia, se suele dejar de lado una muy
sencilla, pero profundamente eficaz, como es la respiración consciente.
Se trata de una práctica completamente simple, al alcance de todos y que,
cuando se mantiene con perseverancia, produce efectos realmente
transformadores. ¿Cómo hacerla?
Se trata de llevar toda la atención, de la manera más descansada posible
–como si fuera un juego- al proceso respiratorio. No hay nada que conseguir; ni
siquiera hay que buscar “hacerlo bien”. Queremos únicamente educar la atención, para poder vivir la mente, no como
la “dueña” de casa que condiciona nuestro estado de ánimo, sino como una
herramienta a nuestro servicio. Es decir, queremos adiestrarnos en pasar del pensar al atender.
Esa tarea de educación requiere –como cualquier otra tarea educacional- dos actitudes simultáneas: cariño y firmeza. Por eso,
cada vez que nos damos cuenta de que nos hemos distraído, con todo cariño, pero
con toda firmeza, volvemos a “traer la mente a casa”, para continuar
descansando en la atención.
Se
trata, realmente, de descansar. El acento
no tiene que estar puesto en el esfuerzo por atender, sino en descansar en la
atención que somos: sabiendo que es ella la que nos sostiene a nosotros.
Para vivir bien la práctica, ayuda mucho hacerse consciente de los cuatro momentos de la misma, respetando todo el
proceso: exhalación – pausa – inhalación – pausa.
Este modo de hacer, no solo resulta beneficioso para todo nuestro organismo
por la propia ralentización del movimiento respiratorio –como ponen de relieve
rigurosos estudios médicos-, sino que facilita notablemente el propio ejercicio
de la atención.
Según aquellos estudios, cada día respiramos unas 26.000 veces, lo cual
significa que se movilizan alrededor de 14.000 litros de aire. Pero mientras lo
ajustado sería que una persona hiciera 4 ó 6 respiraciones por minuto, lo más
habitual es que se produzcan entre 16 y 20. Y si una respiración consciente
–profunda, armoniosa y pausada- podría reponer el 99% de la energía que
necesitamos, con frecuencia apenas lo hace en un 10 ó 20%.
Con todo, más allá de los beneficios para la salud, la respiración
consciente nos regala serenidad, ecuanimidad, libertad interior, mayor
consciencia y apertura a la consciencia de nuestra verdadera identidad.
En la práctica consciente, la respiración va ocupando todo el espacio,
hasta quedar solo el hecho de respirar. Y experimentas que no eres tú quien
respira, sino que, más bien, la respiración se hace en ti o a través de tu
persona; en realidad, eres respirado(a).
Es la
Vida la que respira a través de ti y de cada uno de los seres. La Vida que tú también eres, sin ningún espacio de separación. De este
modo, la respiración consciente te pone en contacto directo con la Vida que
eres.
Insistir en la bondad de esta práctica no significa, obviamente, negar el
valor de otras (afectivas, atencionales o más “silenciosas”): cada persona verá
cuál es la que mejor se adecua a su perfil y a la circunstancia por la que está
atravesando en cada momento. Con esta aportación, pretendía solo prevenir del
riesgo de perdernos en la búsqueda de la “variedad” –que, en definitiva, nos
aleja de la constancia-, a la vez que subrayar la eficacia transformadora de la respiración consciente,
tanto en nuestra vida cotidiana, como en la comprensión de nuestra verdadera
identidad.
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