La
mente en un gran baúl de etiquetas: “agradable / desagradable”, “bonito / feo”,
“importante / insignificante”, “amigo / enemigo”… En realidad, pensar no es
otra cosa que sobreimponer nombres y formas a la realidad.
Con
frecuencia, en el uso de las etiquetas de que dispone, la mente busca proteger
al yo, responder a sus necesidades y fortalecerlo en su (ilusoria) sensación de
identidad separada.
La
mente se afana en esta tarea especialmente cuando el yo se ve amenazado, lo
cual suele ocurrir con frecuencia en el campo de las relaciones
interpersonales.
Para
defenderse, autoafirmarse o destacar, el yo echa mano de etiquetas que tienden
a descalificar a los otros. De ese modo, obtiene una sensación de seguridad y
de superioridad, en las que se amuralla para tratar de exorcizar la inseguridad
que lo atenaza.
Con ese
modo de hacer, el yo fortalece, simultáneamente, su tendencia a la
separación y a la rutina. Por lo que, en la medida en que
nos identificamos con él, nos privamos de vivir la unidad que somos e impedimos
experimentar la novedad del presente.
Necesita
de la separación y del contraste –vive en la permanente comparación-, porque
solo de ese modo puede autoafirmarse: viendo a los demás “frente a” él. Si la
persona se instala en ese engaño, queda cegada para percibir la unidad que
compartimos.
Por
otro lado, se acomoda a la rutina, que le proporciona cierta sensación de
seguridad, porque pensar no es sino poner nombres (conocidos) a todo lo que
acontece. Por eso, cada vez que “etiquetamos”, nos cerramos a la novedad única
que una persona o un acontecimiento encierran.
La
consecuencia es clara: se incrementan la soledad y el aburrimiento. Es el
destino del yo. Pero, dado que esas sensaciones también le incomodan, se verá
lanzado de un modo compulsivo a buscar compensaciones, por la vía de la
“distracción” permanente. Distraído y narcotizado, el yo tratará de sobrevivir,
en una especie de noria hedonista, que no le conduce a ninguna parte, como no
sea a incrementar el sufrimiento.
La
identificación con la mente nos encierra en una prisión, hecha de ignorancia,
en la que nos reducimos a circunstancias impermanentes, viviendo desconectados
de nuestra verdadera identidad.
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