¿VIVIR SIN EGO?, por Salvador Pániker
Jamás he defendido la “tesis” de que se
pueda vivir sin ego. Por el contrario, estimo que vivir sin ego es tan
imposible como vivir sin hígado o sin pulmones. Lo que uno, siguiendo la
tradición mística de Oriente, tiene escrito es que se puede, y se debe,
vivir sin identificarse en exclusiva con el ego. Quiere decirse que un místico
no es un ser humano sin ego, es decir, sin pasiones o sin convicciones, sino
-lo cual es muy distinto- alguien que, sin perder el ego, es capaz de
trascenderlo. La ausencia de ego no sería tanto sabiduría como psicosis. Al que
quiera convertirse en un “sabio sin ego” con ánimo de satisfacer unas
fantasiosas expectativas de “santidad” o de “espiritualidad” (feas palabras), conviene
aclararle las cosas. Citaré a un autor que algo entiende de estas materias, el
norteamericano Ken Wilber. Escribe Wilber: “Se tiene la curiosa idea de que los
sabios (místicos), no tienen necesidades ni deseos carnales y se pasan la vida
sonriendo, como si estuvieran muertos de cuello para abajo”. Y añade: “Se me
antoja lamentable que se crea que los sabios no tienen problemas con las cosas
que conciernen a todo el mundo, cosas como el dinero, la comida, el sexo,
etcétera; como si los sabios permanecieran por encima de todo y sólo fueran
cabezas habladoras, y, en fin, como si la mística no sirviera tanto para vivir
la vida con plenitud como para reprimirla”.
Wilber pone el dedo en la llaga. Es un
desatino considerar que el sabio/místico es “menos que una persona”, alguien
que carece de todas las contradicciones de la vida, en suma, alguien “sin ego”.
Lo relevante -insisto- no está en carecer de ego, sino en no identificarse
exclusivamente con el ego, es decir, en saber ampliar el espectro de la conciencia
y prolongarse hacia la totalidad. La mayoría de los grandes sabios/místicos de
la historia no fueron precisamente personajes pusilánimes que reprimieran sus
emociones. Llegado el caso, no vacilaban en expulsar a los mercaderes del
templo. No sólo tenían ego, sino que lo tenían muy fuerte. Tan fuerte que al
final lo trascendían. Lo tengo escrito en Cuaderno amarillo: “El camino hacia
la liberación presupone un ego fuerte, presupone la autoestima, la confianza en
uno mismo, el vigor de las propias convicciones (las que fueren). Quien quiera
trascender el ego partiendo de un ego débil o enfermizo, sólo conseguirá
incrementar sus neurosis o sus delirios”.
Ahora bien, más allá del ego está lo que
los hindúes llaman el Testigo, es decir, el margen de libertad que contempla
“desde fuera” la película de la vida. Este Testigo es lo que los budistas
denominan Vacío. Este Testigo no anula el ego ni las servidumbres del ego. Este
Testigo es el que ve el ego, pero sin identificarse con él. Le preguntaron a
alguien sobre los efectos de la meditación. “Antes de practicar la meditación
-respondió- estaba yo muy deprimido”. ¿Y ahora? “Ahora sigo igual de deprimido,
pero no me importa”. Dicho de otro modo, uno ve su propio ego como quien ve sus
propias piernas. Pero hay más: no se asciende a la posición de Testigo desde el
deseo de liberarse del ego. Como dijera Chuang Tzu hace mucho tiempo: “¿No es
acaso el deseo de liberarse del ego una manifestación del ego?”. Ello es que el
Testigo se encuentra ya presente en cualquier estado de conciencia; sólo se
trata de reconocerlo. Y en eso, sólo en eso, consiste la meditación. El Testigo
es lo que los chinos llamaban Tao, la espontaneidad pura que lo es todo sin
identificarse con nada. El Testigo no es ninguna experiencia, sino el margen
que hace posible la experiencia.
En resolución. Todos hemos oído hablar de
maestros más o menos iluminados que a pesar de ello tienen grandes egos en el
sentido de que son personalidades fuertes y poderosas. Pero la presencia del
ego no es un problema; todo depende de si la persona también está abierta a sus
dimensiones más profundas; todo depende de que nuestra sensación de identidad
se expanda más allá del ego, aunque sin anular a éste. No se trata de vivir sin ego, sino de trascenderlo. Y ésta es, por
cierto, la única salida al absurdo de la muerte. Porque, finalmente, el ego
sólo es funcional. Finalmente, el ego importa poco.
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