Es
normal que, cuando una persona oye hablar del “yo” o del “ego”, en el contexto
de una visión que lo relativiza, se pregunte: pero, ¿qué es el ego? Se trata de
una cuestión que me suelen plantear con bastante frecuencia, y a la que
respondo, más o menos, de la forma que expongo a continuación.
De
entrada, quiero dejar claro que uso los términos “yo” y “ego” como
absolutamente equivalentes: ambos, en español o en latín, se refieren a la
misma realidad, aunque luego, por motivos pedagógicos, se hayan querido
percibir matices diferenciadores. La distinción más frecuente –y quizás
también, bajo un cierto punto de vista, la más sugerente- es aquella que se
refiere al “ego” como el resultado de una identificación completa con el “yo”
particular. Bajo esta perspectiva, el “yo” sería una entidad “neutra”, aunque
valiosa, que habría que cuidar adecuadamente, mientras que el “ego” nacería
como consecuencia de que la persona se ha reducido al yo, hasta identificarse
con él. El ego sería, por tanto, la errónea absolutización del yo, y
constituiría la fuente de toda confusión y sufrimiento, al habernos
identificado con lo que solo es un elemento de nuestra verdadera identidad.
Con
todo, me parece más sencillo y acertado atribuir el mismo significado a ambos
términos, usándolos indistintamente para referirnos a la misma realidad.
Y, al
querer clarificar ese significado, me parece buen comienzo la referencia a
Einstein que, a mi modo de ver, acertó de pleno cuando afirmó que el yo era una
“ilusión óptica de la conciencia”.
Efectivamente,
el yo (o el ego) es simplemente un error
de percepción, por el que llegamos a creer
en una entidad que, en realidad, no existe; es solo una ficción mental, aunque
de impresionantes consecuencias. De hecho, cuando creemos en el yo, como si se
tratara de una verdadera identidad, nos vivimos como monos y monas enjaulados
en nuestro propio cuerpo.
Lo que
llamamos “yo” no es otra cosa que el centro
operacional de nuestra vida cognitiva y emocional, asociado a nuestro cuerpo.
Cuerpo, mente y psiquismo, unificados gracias a la autoconsciencia –la
consciencia una que, con la aparición de la mente, empieza a hacerse consciente
de sí misma-, empiezan a ser percibidos como si de una identidad separada se
tratara; identidad a la que se le da el nombre de “yo”.
A
partir de ese momento, los seres humanos empiezan a organizar su vida en torno
a esa supuesta identidad, como si en ella les fuera la vida, dado que
previamente se han reducido a la misma. La creencia incuestionada ha terminado
convirtiendo la ficción en una (aparente) “evidencia” del sentido común.
De
este modo, cuando se cuestiona la existencia del yo, es comprensible que surja
la reacción inmediata: ¿Cómo se puede poder en duda algo que es tan evidente?
Olvidamos cuántas cosas “evidentes” hemos aceptado…, hasta que hemos percibido
su falsedad: desde la idea de que el sol giraba alrededor de la tierra hasta la
fe en un dios separado e intervencionista.
Por
eso, necesitamos empezar desde el principio: ¿Cómo ha podido llegarse a una
conclusión tan firme y generalizada sobre el yo? Es decir, ¿qué ha ocurrido en
el proceso de construcción del yo para que los humanos hayamos terminado
prácticamente reducidos a algo que no somos?
La
respuesta es simple: con la emergencia de la mente, dentro del proceso
evolutivo, la consciencia vuelve sobre sí misma (reflexiona), haciendo posible
que la mente se apropie de sus contenidos
y, gracias a la memoria, le sea
posible construir una sensación de continuidad, en la que termina
reconociéndose como el sujeto estable de la misma.
La
conclusión no podía ser otra: el ser humano –que, por otra parte, no puede
negar su consciencia de ser “sujeto”- se otorga una identidad separada (“yo”) a
la que considera el principio activo y permanente a lo largo de toda su
peripecia vital.
La
aparición de la mente ha hecho posible que, al sentirse actuar y recordar lo
actuado, la persona haya atribuido a esa acción un sentido de agencia, de ser sujeto actuante, un “yo”
con el que ha terminado identificado.
Si a
esto añadimos todo lo vivido en el proceso
de socialización desde el primer momento de su existencia, es muy fácil
comprender hasta qué punto vivimos y organizamos nuestra vida –pensamientos,
creencias, acciones, reacciones…- como si
realmente fuéramos ese yo individual, que se ha plasmado en un nombre –otro
pensamiento más- y en un número de identificación.
¿Qué
es lo que en realidad se ha producido, y que nos ha pasado desapercibido? Algo
absolutamente decisivo en sus consecuencias: una especie de constricción de la consciencia a los
límites del propio cuerpo. La consciencia una –la consciencia que somos, de
donde nos viene precisamente la innegable sensación de ser sujetos: la Consciencia es “Yo Soy”- ha quedado constreñida,
“encerrada” en el cuerpo, como si de una jaula o cárcel se tratase, hasta el
punto de que hemos terminado confundiéndola con la propia mente.
La
consecuencia más grave es la confusión derivada de ello y que se plasma en la primera creencia del yo: la separatividad. Al encerrarnos en los
límites del propio cuerpo, es inevitable que nos sintamos separados de todo lo
que percibimos fuera de las fronteras del mismo: separados del entorno, de los
otros, de la misma vida… Y, dado que la mente es esencial e inexorablemente
separadora, terminamos convencidos de que
esa separación es real (nos lo dice también el “sentido común”).
Una
vez convencido de que soy un “ser separado”, es inevitable que me perciba y me
comporte como tal: la comparación, la competitividad, el enfrentamiento…
vendrán de la mano.
Con
todo ello, experimentaremos un “doble”
sufrimiento: por una parte, el derivado del “encierro” en el que nos hemos
instalado, por el que nos sentimos interiormente constreñidos y socialmente
aislados; por otra, el que acompaña a un comportamiento egoico y egocentrado,
que nos hace perder nuestra conexión (real) con todos y con todo.
Pues
bien, la tremenda ironía es que esa supuesta identidad, el yo, es una pura ficción. Como nos recuerdan los
neurocientíficos, no hay ningún hombrecito y ninguna mujercita en nuestro
cerebro organizando todo, como si de un director de orquesta se tratara. No hay
tal cosa como un homúnculo separado, independiente, autónomo y libre.
Nuestra verdadera identidad es la misma que
la de todo lo real; no podría ser de otro modo. El gran místico cristiano
del siglo XIII, el Maestro Eckhart, lo repetía con aquella expresión
contundente: “Mi suelo y el de Dios son
el mismo”. Somos consciencia que, temporalmente, se expresa en este
organismo psicofísico. Hay, por tanto, sensaciones, sentimientos, emociones,
pensamientos, recuerdos, experiencia de muchos tipos…, pero no existe ningún “yo” separado.
La
sabiduría –o el llamado “despertar”- no es otra cosa que caer en la cuenta del
engaño de aquella identificación, percibiendo nuestra verdadera naturaleza.
Ciertamente,
tendremos que cuidar de una manera adecuada nuestro psiquismo, favoreciendo su
integración y armonía. Pero, de la misma manera que el cuidado del cuerpo no
hace que nos identifiquemos con él, la atención a la mente y al psiquismo no
tiene por qué implicar que nos reduzcamos a ellos.
El
proceso que favorece el despertar requiere, por tanto, una actitud de relajar o aflojar la constricción que
nos ha llevado a creer en una consciencia encerrada dentro de los límites de
nuestro cuerpo y separada del resto. Aflojar esa constricción equivale a “deslizarnos” en la consciencia que
trasciende nuestro cuerpo, hasta el punto de reconocernos incluso “fuera”
de él. No perdemos el contacto real con nuestro cuerpo, pero dejamos de
reducirnos a él, y empezamos a percibirnos como la consciencia una que en todo
se expresa y manifiesta. Se supera así el
dualismo mental y empezamos a saborear la no-dualidad.
Desde
esta nueva consciencia –ampliada, ilimitada, y que es una con la vida toda-, no
se ve nada como separado. La vida no es algo distante ni diferente; percibes
que tú y la vida sois la misma cosa.
Los otros no son percibidos como seres separados o aislados en las fronteras de
su cuerpo, sino expresiones y manifestaciones de la misma y única consciencia
que tú también eres.
A
partir de ahí, seguimos usando la mente
como una herramienta preciosa para todo aquello que nos puede servir, pero hemos superado la trampa de reducirnos
a ella. Al mismo tiempo, dejamos de atribuirle valor absoluto a sus ideas y
creencias, porque sabemos que en ese terreno fácilmente yerra, debido a su
inevitable limitación.
Mientras tanto, en el
camino, la práctica meditativa busca
liberarnos de aquella falsa identificación. Al hacernos diestros en dejar
caer los pensamientos –el propio “yo” es solo un pensamiento o una etiqueta más-,
vamos quitando los velos que opacan y oscurecen nuestra visión, permitiendo que
aflore resplandeciente nuestra radiante identidad.
Teruel, 1 septiembre 2013
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